¿Sabrán las cerezas cuando apenas son escaso hueso que un día llegarán a ser rojas?
Sospecho
que andarán vencidas descubriendo el peso, la fuerza de gravedad, la
distancia entre la tierra y las nubes, escuchar el silbo de los pájaros y
sentir las gotas de agua. No saben si su destino entra en el pico de un
mirlo o en una caja con precinto que llegará al norte de Europa. No
saben si su jugo se mezclará entre salivas y besos, o simplemente serán
la bendita fruta que se come antes de salir de casa con prisa.
Las
cerezas en el árbol son inocentes como las flores blancas que las
preceden, como las fotos en blanco y negro de una veinteañera con abrigo
de ante que luce una sonrisa cómplice, dejando atrás el mar del norte.
Ella tampoco sabe su destino, ni si su vida será roja o gris, por no
saber, no sabe ni quién es. Sin embargo, su sonrisa abierta nos dice que
lo descubrirá.
Pasará
el tiempo y saboreará las cerezas del amor y el tránsito, su piel será
tersa y dejará de serlo, sabrá que las cerezas al nacer no tienen ni
idea sobre lo que está pasando. Descubrirá que prefiere los cerezos en
flor, los cerezos pintones, rojiverdes y que le falta algo cuando se
ausentan las cerezas de las copas de los árboles. El néctar ya se ha
vivido. La vida clasificará en silencio la fruta madura que va para las
hormigas, para tus manos, los pájaros, la frutería del barrio o el
extranjero.
Resolverá que saberlo todo no es importante. La belleza se esconde en el espejo que nos devuelve esa mirada y esa sonrisa abierta, cómplice. La alegría de estar vivos se produce al crujir la fruta en la boca y desprender todo el jugo en un sabio y consciente, aquí y ahora.
Resolverá que saberlo todo no es importante. La belleza se esconde en el espejo que nos devuelve esa mirada y esa sonrisa abierta, cómplice. La alegría de estar vivos se produce al crujir la fruta en la boca y desprender todo el jugo en un sabio y consciente, aquí y ahora.