La vida es una suma de relojes; una acumulación de tick
tacks; latifundios medidos por la sombra de un árbol; mañanas que despiertan
con conversaciones estridentes del chavalerío que llega a la puerta del
instituto. Medir tiempos contando el número de padres nuestros que rezaban
nuestras abuelas para saber que estaba cocido un huevo.
Las noches son una huida contra los despertadores, los
arrastro detrás de la puerta para forzarme en la mañana a levantarme. Los
despertadores cambian bajo la almohada el sentido de las manecillas, a la
mañana siguiente triunfa el caos por encima de las sábanas.
Despertar adores, no siempre. A veces, son jarro de agua
fría, persiana que levanta al destiempo, una manta que se recoge y destapa la
queja. El despertar adorado, con el tiempo, fue el beso de tu padre que vigilaba
tu sueño y apagaba las luces de las aceras para dar sentido al sol. El
despertador necesario es la madre que se levanta para que llegues al examen. El
despertador de apoyo es tu pareja que corre por la mañana a cumplir tus quehaceres
matinales y remata la jugada con tostadas de pan recién hecho y tomate
picadito.
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