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viernes, 27 de abril de 2012

Feliz semana del libro, libro

Me han parido.
Ha costadomuuuucho.
Soy de papel, mi madre lo ha peleado así.
Insistían en que fuese in vitro, virtual, pero mi madre ha abierto cajones, llamado a puertas, enviado mails…Ha sido un parto asistido.
Lo más maravilloso fue el período de gestación. Cuando ella iba hilvanando mis estrofas, retiraba los puntos, tejía comas, me limpiaba los interrogantes. Me ha cuidado tanto durante estos años. Yo siempre iba fotocopiado en su bolso, encuadernadito, he escuchado como hablaba de mí y con qué cuidadito me presentaba, tocaba cada una de mis páginas, se detenía en cada grabado. Me imaginaba en papel cosido, bueno, perforaciones las justas, con un buen lomo, con aroma y futuro se decía al acostarse una noche más. Me ha dado tantos besitos, que merecía nacer, por mí y por mi madre.
En las tardes lluviosas me hablaba de la diferencia entre el valor y el precio, a veces me hacía un lío, pero ella insistía en lo valioso que era, aunque me pasara de precio, que si costara menos ya estaría en librerías, pero que ella me quería pleno, sin escatimar en tintas, con un papel tocable, decía. Aunque la rugosidad le generaba dudas. ¿Qué era mejor tener el pelo liso o rizado? Porque claro, las imágenes necesitaban precisión en el trazo, nitidez, pero mi historia era para que se pudiera comer, para que lectores y lectoras quedaran atrapados sensorialmente, y los brillos, según mi madre, no eran del todo adecuados para los sentidos, bueno sí, visualmente.  Y  a ella lo que más le gusta es tocar,  oler, escuchar el paso de las hojas junto con el devenir de mi historia.
Sería… ella no sabía muy bien cómo sería, pero me imaginaba, me leía en voz alta (para superar el paso del tiempo me decía). Si supera la prueba del oído pasará a la posteridad. Yo le decía que me conformaba con ser, con estar aquí y ahora, que quería cobrar materia, echar raíces en muchas estanterías, pero no de las tiendas, no, de esas no. Yo quería estar en mesillas, en el aparador de la entrada, en el bolso incansable de la chica del tercero que no paraba de coger el metro de un lado a otro porque se pasaba siempre de estación al ir leyendo. En el fondo, al igual que mi madre, admito que soy un viajero, me gusta eso de ir y venir, subir y bajar ascensores, claro que cuando me abren y se pasan de parada, eso es la felicidad absoluta. Capturar el tiempo, engañar a la distancia, reconstruir mis páginas y dar valor a mi historia, porque yo sí que tengo algo que contar, no como otros, que son papel y nada dicen.

miércoles, 4 de abril de 2012

Anidar en sofás ajenos




No quieres que lleguen.

Rezas a tu manera para que esta casa se adhiera a tu cuerpo pequeño, para que esta madera que ahora barres te pertenezca: una hora más, un día más. Serías más feliz si vinieran mañana o mejor, la semana que viene. Sabes que vuelven, aunque no consigues encontrar la ecuación científica que determine en qué minuto interrumpirán tu canto. ¿Cuál será el movimiento de tus manos cuando lleguen de nuevo con sus maletas? ¿En qué escalón estará tu pie derecho? ¿Qué nota se detendrá por tu garganta cuando los oigas? Entrarán ruidosos por el umbral de la puerta entreabierta, usurparán el territorio, ese lugar que piensan es su casa y que sin embargo, se convierte ahora, en la claridad del día, en tu propia iglesia.  Santuario laico, de paz y armonía. Espacio y tiempo se funden en tu propia madeja. Son hilo y ovillo, almohada y pista de baile para tu lastimado ser.

Con detenimiento observas las telarañas vencidas por el sol y los días. Las arañas deben habitar  por debajo de la hamaca, otras prefieren la oscuridad de las cortinas. Sin embargo, el calor las debe taladrar igualmente el seso, a juzgar por el número de insectos muertos que aparecen al descorrer la tela fucsia de las cortinas. Pasas a la acción y  tu cuerpo magullado reposa sobre la curva de relax y madera clara. Siempre miraste con deseo a las mecedoras, recaes ahora en esta tumbona combada de mimbre que te acomoda el sueño de media tarde. Los ojos entornados disfrutan del paisaje interior de tu nuevo habitat. Aquí todas las maderas son macizas. Muebles que juegan en una sinfonía cromática de colores, una sucesión de matices de robles esmaltados hasta llegar a la talla tosca del roble macizo, natural. La mesa de café baja, cercana a uno de los sofás del living, es bruta, llana, sin aristas: contiene la energía de la materia prima, sin pulir.


Disfrutas de la amplitud de líneas: los espacios diáfanos, las vigas de madera vista, los amplios ventanales. Esta arquitectura de invierno que invita al sol a entrar es nórdica y te hace sentir en casa, en tu propia casa. Esa que nunca podrás comprar. Suena el viento recorriendo las ramas por el bosque de pinos, sorda buscas el rugido de un motor y llegan, en cambio, los sonidos cálidos de los cencerros de las vacas. Adoras este silencio uterino. El alborozo de los niños se escucha lejano y deseas que siga siendo un eco distante.

Aunque trajiste cuatro pares de botas para andar por el campo, prefieres andar descalza sobre la tarima. Unos calcetines gordos te dan un aspecto alemán. El gato merodea por afuera, quiere entrar pero le sientes extraño, asertiva le niegas el paso. Sacas la basura con decenas de arañas muertas, disecadas por los grandes ventanales del oeste. Las otras, las vivas, cohabitan contigo, en principio, no te molestan.